martes, 28 de mayo de 2013

Perfumes de vida. Aromas, Philippe Claudel


Salamandra, 2013

           Tras la experiencia de ‘La nieta del señor Linh’, libro que me agradó sobremanera, no quise dejar pasar la oportunidad para volver a Claudel al encontrarme con este título de novedosa aparición. La brevedad de su extensión junto a un costo más que razonable lo depositaron rápidamente en el mostrador de la tienda de libros. Decidí intercalar su lectura con otro título mucho más voluminoso.
            Este libro está constituido por un conjunto de evocaciones repartidas entre la infancia y la adolescencia del autor, ordenado mediante una palabra o frase corta que resulta el elemento disparador del recuerdo. Así, reúne en descripciones que no superan las tres páginas una colección de recuerdos que tienen como hilo conductor olores característicos, únicos, que Claudel ha rescatado de lo profundo de su memoria para disponerlos alfabéticamente, con un estilo simple y fluido que se debate entre lo coloquial y lo poético.
            En su interior se dan cita fragancias de los bosques de Lorena, la loción de afeitar de su padre, el que exhalan las personas en su vejez, el sexo femenino, las sábanas limpias, la humedad de los internados, el pantalón de pesca, entre varios otros. Es en verdad una combinación que tiene mucho de evocativo y de ejercicio de estilo literario, intentando hacer coincidir la imagen del recuerdo con las palabras más adecuadas para describirlo fidedignamente, transportándonos a esa circunstancia. En este sentido, lugares, personas y objetos que han sido significativos para el escritor son los sujetos de sendos relatos expuestos con una prosa elegante y sencilla.
            Al transitar sus páginas, el lector no puede dejar de pensar que Claudel ha querido rendir un acabado homenaje a dos de sus afamados compatriotas colegas; me refiero a la prosa engolada y suntuosa de Marcel Proust y a la dulzura poética de Charles Baudelaire. El texto lleva elementos de ambos, integrando la importancia que otorga a los aromas en sus descripciones el primero con la sutileza y emoción que caracteriza la poesía del segundo.
            Es un libro para deleitarse, disfrutándolo tras un día agitado, en la quietud del hogar, sobre un sillón cómodo, en bata y pantuflas, con una lámpara a media luz como única compañera y, acaso, la mirada esperanzada de una mascota como fiel testigo de nuestro solaz. Su cálida intimidad así lo propone.

Marcelo Zuccotti

jueves, 23 de mayo de 2013

La esclavitud de una ausencia. La mujer de Wakefield, Eduardo Berti


Tusquets, 1999

            Hace casi un año atrás, comentaba en este espacio mi entusiasmo después de leer ‘La casa de los siete tejados’, de Nathaniel Hawthorne, que disparó la lectura de ‘Wakefield y otros cuentos’ del mismo autor. Poco después, llamó mi atención encontrar este título en las estanterías de una librería local, pues resonaba en mi el cuento homónimo. Aguijoneado por la curiosidad, vi que se trataba de una construcción en base a ese relato. La autoría de un escritor vernáculo potenció la intriga y terminé llevándolo.
            Esta novela es una suerte de ‘elaboración desde el otro lado’. Charles Wakefield después de 12 años de matrimonio decide abandonar su hogar –sin motivo alguno y sin mediar comunicación- e instalarse a escasas cuadras del mismo, cambiando sólo su aspecto mediante el uso de una peluca. Pasan veinte años antes de que decida su regreso junto a su esposa, a la que ha identificado muchas veces durante ese tiempo.
            Basado en esto, Berti construye la historia de lo acontecido con Elizabeth Peabody, esposa de Wakefield, mientras éste vive su vida, lo que el propio Hawthorne se encargó de eludir en su texto. Desde la partida de su marido hasta su retorno, Berti nos va mostrando distintas realidades que debe afrontar la propia protagonista. Así, comenzando con una espera que se convierte en desilusión y luego en resignación, Elizabeth decide seguir viviendo sin renunciar en ninguna ocasión a ser la esposa de un ausente. Es esa devoción –o esclavitud- al rol que la sociedad le ha impuesto a través de la institución matrimonial la que rige su vida.
            Pero hay varios elementos que hacen que esta novela cobre una dimensión distinta. En primera instancia, el carácter dicotómico de su personaje principal. En un diario personal va volcando todas sus experiencias en forma de frases que se inician con ‘la gente se divide en…’. Para ella, todo es blanco o negro pero, paradójicamente, su vida transcurre en un gris indefinido. Luego, Elizabeth descubre el paradero de Wakefield. Este elemento le otorga fuerza dramática, pues ella lo ve, sabe de él y aun así mantiene su decisión de no interferir en la vida elegida por su cónyuge. De hecho, lo asiste con comida cuando pasa penurias, etc. Finalmente, ambientado en el Londres de 1811, Berti se las ingenia para respetar el puritanismo de la sociedad inglesa, en la que no está bien vista una mujer sola. Porque si existe una dificultad que debe enfrentar la esposa abandonada es, justamente, ese abandono, pues su vida deja de ser importante para la sociedad; ha perdido su razón de ser, queda condenada al ostracismo y la soledad.
            Con elementos temporales adecuados –la Revolución Industrial con su saga de hambre, el inicio de un adulterio por parte de su hermana, el uso indispensable del luto, la solicitud de matrimonio de un pastor-, el libro se vuelve ameno y fluido. Su estilo coloquial y sus precisas descripciones profundizan el deleite de su lectura. Si bien considero excesivo el uso del recurso de las apariciones del narrador dirigidas al lector, esto no empaña el desarrollo ni la delicadeza con que fue escrito. Sin duda, es una de las tantas posibles variantes que el texto original ofrece a quien quiera continuar con la historia, pero la presente está muy bien lograda.
           
Marcelo Zuccotti

jueves, 16 de mayo de 2013

Cuentas pendientes. El sentido de un final, Julian Barnes


Anagrama, 2012

          Después de mucho tiempo he vuelto a Julian Barnes. Fue uno de los primeros autores ingleses contemporáneos al que acudí, de la mano de amigos que ya habían transitado su obra. Cuando en 2008 participé de una serie de charlas organizada por una casa local especializada en libros en inglés, descubrí y disfruté mucho de autores de la talla de McEwan, Gordon Swift, Hanif Kureishi, Kazuo Ishiguro, Salman Rushdie y Barnes, todos miembros del ‘British Dream Team’ con que se conoció ese ciclo. De hecho, había presenciado en las escalinatas del Malba -Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires- a través de una pantalla gigante, los diálogos que el autor sostenía con personajes del mundillo literario vernáculo, al ser invitado por el British Council en febrero de ese año, del que queda el testimonio visual que prosigue. Ciertamente, habiéndosele otorgado el Booker Man Price por esta obra, era casi una obligación leerlo.

           Tony Webster, un hombre de más de sesenta años, nos narra en primera persona un episodio de su vida. Él y tres amigos de la secundaria –preparatoria- formaban un grupo compacto hasta que apareció Adrian Finn. Cuando pasaron a ser cuatro, Webster intentó convertirse en su mejor amigo. Al poco, Tony conoció a Veronica y comenzaron a salir. Tiempo después de romper, Adrian solicitó a su amigo el permiso para noviar con su antigua ex. La vida los alejó lo suficiente como para enterarse del suicidio de Adrian, que originó especulaciones sobre sus motivos. Lo que resulta inesperado es que, después de 40 años, la madre de Verónica al morir legue en herencia 500 libras a Tony, junto al diario de Adrian, ahora en poder de Veronica, quien no quiere allegarle el manuscrito.
            Planteado de esta manera, Barnes repasa a través de Tony un sinnúmero de preguntas que imagino todos nos haremos –o ya nos hacemos- acerca del pasado y su influencia en el presente. Es un libro lleno de evocaciones de los ‘60 –pues ése es su ambiente-, que trasciende atemporalmente las generaciones. No obstante, hay reflexiones que no son fáciles de dejar pasar sin consideración,
“Se me ocurre que aquí puede residir una de las diferencias entre la juventud y la vejez: cuando somos jóvenes, nos inventamos futuros distintos para nosotros mismos; cuando somos viejos, inventamos pasados distintos para los demás.”
            En lo personal, el libro –fluido y dinámico- se lleva bien hasta la mitad. Cuando se intenta dar a conocer parte del diario de Adrian y deriva en un desenlace que busca un golpe de efecto, el texto desbarranca y se vuelve poco creíble. Considero que no está a la altura de otras obras, como ‘La mesa limón’, ‘El loro de Flaubert’ o ‘Hablando del asunto’, aunque su estilo campechano y coloquial permanece reconocible. Mas ha tenido tanta aceptación por parte del gran público, que mis líneas no dejan de ser –como siempre- una apreciación personal; honesta, eso sí, de buen lector. Habrá que ser capaz de pasar por la experiencia.

Marcelo Zuccotti

viernes, 10 de mayo de 2013

Por amor a los libros. 84, Charing Cross Road, Helene Hanff


Anagrama, 2010

            Fueron varias las personas que me recomendaban este librito singular; la mayoría de ellas, excelentes lectoras/es. Al principio, no lo tomé muy en cuenta, pero ‘tanto va el cántaro a la fuente…’ que al final terminé por buscarlo.
            Este texto es una selección de cartas intercambiadas entre la autora, habitante de la ciudad de Nueva York, y un empleado de la firma Marks & Co. Libreros, ubicada en Londres, especializada en libros agotados, a partir de la respuesta a un anuncio efectuado a fines de 1949, y por espacio de casi veinte años. En el transcurso de ese lapso de tiempo, Hanff se vio imposibilitada –por falta de fondos- de viajar a la capital inglesa para conocer personalmente a su proveedor de libros raros y, cuando pudo hacerlo en 1971, éste ya había fallecido.
            Esta interacción epistolar pone de manifiesto un sinnúmero de amables gestos de una y otra parte que acabaron convirtiendo a cliente y vendedor en sólidos amigos. El envío por correo, por parte de Hanff, de alimentos y artículos imposibles de adquirir en la Inglaterra de posguerra - debido al racionamiento impuesto por tal motivo- es retribuido por Frank Doel a través de la búsqueda y remito de los libros usados que aquella confiesa de su súbito interés, tarea ímproba para un país que se está rehaciendo.
            Ese intercambio deriva también en saludos y agradecimientos de parte del resto del personal que se ve beneficiado junto a Doel y su familia por la generosa acción de Hanff en tiempos difíciles y austeros.
            Lo paradójico del caso es que Hanff se ganó la vida escribiendo guiones para TV y obras de teatro –que jamás tuvieron repercusión-, y el éxito le llegó justamente al publicar estas cartas guardadas tan celosamente, algunos años después.
            Si bien ya no existen ni los protagonistas ni la tienda de libros que da nombre a esta obra, al concluir la lectura el texto despierta la enorme curiosidad de visitar las inmediaciones de lo que otrora ha sido un bastión de abastecimiento intelectual, que a lo largo de décadas brindó servicios para ávidos y empedernidos lectores como quien esto escribe.
            El libro es, entonces, en sí mismo, un testimonio de lo que la pasión por la literatura puede realizar aun entre desconocidos, geográficamente distantes, en condiciones sociales diferentes, pero unidos por el amor a los libros. E implícitamente, un agradecimiento a todos aquellos que con sus sugerencias, rastreos y consejos nutren nuestro placer cotidiano: la lectura.
 Marcelo Zuccotti

domingo, 5 de mayo de 2013

Ambos lados de un final. La sentencia de muerte, Maurice Blanchot


Pre-Textos, 2002

            Lo vi en un escaparate de una librería y recordé que estaba incluido en los afamados ‘1001 libros’ que todo lector debería leer a lo largo de su vida. Mi experiencia anterior con Blanchot había estado teñida de cierto disgusto, debido al hecho de haber tenido que abonar poco menos que una fortuna por un libro que tenía escasísimas páginas y al que había concluido al arribar a mi domicilio, después de un viaje en microomnibus. Creo que le quise dar una nueva oportunidad.
            Leer a Blanchot requiere de una buena dosis de concentración, puesto que lo importante no es tanto el relato, sino cómo va hilvanando las ideas, capaces de sugerirnos escenarios sin describirlos por completo. En esta ocasión, el libro posee dos partes. En la primera, narra las peripecias de su relación con J., una mujer que padece una enfermedad terminal a la que solo le asisten con terapias paliativas, esperando el anunciado desenlace. Sin embargo,  los plazos de su deceso se alargan y, por momentos, hasta parece curada. Aquí, Blanchot es testigo privilegiado de cómo la muerte se aproxima, hasta que a él mismo le toca presenciar la partida.
            En la segunda parte, la irrupción de Nathalie, una desconocida que se adentra en la oscuridad de su habitación una noche, dispara una narración acerca de las peripecias del propio Blanchot como protagonista respecto de su enfermedad. Es el frío sepulcral de los cuartos –que remeda al de los cuerpos muertos- y la indolencia de no sentir nada, el objeto del relato. Aquí despliega imágenes cotidianas, de citas y desencuentros, en un clima poco menos nebuloso cuando no enigmático.
            Ambientados en el París de 1938, en pleno inicio de la Segunda Guerra Mundial, estos hechos son evocados diez años más tarde como una suerte de ejercicio literario. Porque el arte del autor está en el manejo de las palabras, con un particular talento en crear atmósferas, en decirnos la mitad de las cosas y hacer que el lector construya la otra parte del relato que no figura en el texto.
            Es un libro distinto, que tiene mucho de ensayo y de desarrollo literario de un relato basado en experiencias personales -reales o no-. Mas vale advertir al desprevenido lector, que si bien el libro no llegar a contar con ochenta páginas, la densidad de su contenido requiere una lectura concienzuda, en entornos distendidos y sin distracciones. Decididamente, más para la mesa de luz en un ambiente climatizado, que para el bullicio de las vacaciones en la playa.
           
Marcelo Zuccotti