Alianza, 2007
Como lo había anunciado, nuevamente publico un texto escrito anteriormente. En esta ocasión, el mismo apareció en marzo de 2010, luego de su auspiciosa lectura, durante los meses de verano. El primer párrafo hace alusión a un amigo personal y a la Feria del Libro local, de 2009.
Hermann Broch en Cafayate, Valles Calchaquíes, provincia de Salta, febrero de 2010.
Andando por la última Feria del Libro local, el Flaco se llevó un ejemplar del autor, que compone la trilogía “Los sonámbulos”. Pasados los días, al comentarle a mi otro etílico amigo el cotilleo propio de la visita, me señaló este título como el sobresaliente de toda la obra de Broch. Después de buscarlo afanosamente por todo Baires, “rechiflado en mi tristeza” y “sin plata y sin fe”, se me ocurrió preguntar en una histórica librería de Recoleta, donde tuve la fortuna de hallarlo. Esa fue la primera de las fortunas. La segunda, fue la que tuve que pagar. La tercera, a continuación.
Es un librazo, no sólo por sus 566 páginas –y el peso que esto acarrea- sino fundamentalmente por su contenido. Es la historia del poeta Virgilio, que vuelve desde Grecia junto al César Augusto, ya muy enfermo y al que le restan pocas horas de vida, acompañado por un cofre en donde guarda los rollos que componen la Eneida. El libro se divide en cuatro partes, cada una signada por los cuatro elementos: agua, fuego, tierra, éter.
La primera, es la llegada al puerto de Brindis (Brindisi), donde tiene lugar el festejo del arribo que coincide con un nuevo onomástico del César, para lo cual Virgilio debe ser llevado en litera en medio de las callejas, donde recibe los insultos de la gente común, sobreviviendo en su propia miseria, pues creen que el transportado desea “hacerse notar”. Una situación que evoca el Vía Crucis de Jesús –que, cronológicamente, padecerá años después-.
La segunda, conducida por el aumento nocturno de la fiebre, es una construcción llena de representaciones oníricas, donde se entremezclan alucinaciones, ensueños y realidad, –con esos seres imaginarios que tan bien retrataba el Bosco en sus pinturas-. Pero el lirismo conque Broch los describe es maravilloso. En medio de esta imaginación febril surge en Virgilio el convencimiento de que su vida ha sido sólo palabras, que la grandeza del conocimiento al que él aspiró sólo puede alcanzarse con la realización de la muerte y, por lo tanto, su obra, la Eneida, es incompleta y debe ser quemada como tal. Los amigos de toda la vida, que se dan cita para enterarse de su salud, al escuchar esto se alarman.
En la tercera parte, se entabla el encuentro entre el César y el poeta. Es aquí donde el debate sobre el objeto de la poesía se contrapone con el poder del Estado y la obra de gobierno. Augusto sostiene que no hay menos conocimiento en gobernar que en toda manifestación artística. El contrapunto es indescriptible pues cada uno argumenta con razones y defiende denodadamente su punto de vista (aunque el César lo hace para evitar la quema de la Eneida, porque refleja la gloria del Imperio creado por él y, por ello –esgrime-, la obra ya no pertenece al autor sino a su pueblo).
Por último, la entrada en la muerte, como si la vida que se apaga alcanzara la plenitud a medida que se despega; como si la última entrega de ésta fuera la verdadera razón para adquirir el más puro conocimiento, siendo su consecuencia lógica, sin solución de continuidad entre ambas, es de una belleza de tal magnitud que conmueve y emociona hasta las lágrimas. Esa vigilia final recuerda el “pianísimo” en que concluye la 9ª sinfonía de Mahler, donde el compositor imaginaba su propio ingreso en la muerte.
Pero no es solo esto. En su interior hay otros tópicos. La reflexión sobre la necesidad de la belleza y del arte (y cuándo éstos se vacían de contenido); la discusión acerca del rol de la risa como oposición a la manifestación artística –tema central de “El nombre de la Rosa”, de U. Eco-; la necesidad de volver a las fuentes, donde la muerte es un elemento más para renacer (“en mi fin está mi principio” shakespeareano); la certeza de que todo tiene un ciclo que cumplir y que sólo puede superarse una vez cerrado el círculo al que se encuentra destinado (el eterno retorno de Elíade); y finalmente la disolución del lenguaje, porque cuando se accede al conocimiento absoluto, el lenguaje se torna innecesario, una limitación, un sin sentido (algo que asocio con la música del “Cuarteto para el Fin de los Tiempos”, de O. Messiaen), son sólo parte de los elementos incluidos, plenos de agudezas y poética.
En suma, este libro, lleno de imágenes, escenas, reflexiones y evocaciones, ya comparte con “Los hermanos Karamazov”, de Dostoyevski y “Memorias de Adriano”, de Yourcenar, el ser uno de los tres mejores libros que leí en mi vida, lo que no es poco.