Losada, 2011
Inicié
esta loca quimera de leer a Proust poco después de haber leído una encuesta
formulada a cien escritores en español que exponían diez títulos que habían
cambiado su vida; casi un tercio de ellos la incluía como obra señera. Si tan
importante habrá sido para autores respetables, mi curiosidad impulsó la
decisión, que arrastró a Utopía y, por su intermedio, a Carlos, otro lector
amigo.
La obra consta de siete volúmenes.
Éste, el primero de ellos, está estructurado en tres partes bien definidas: Combray, Un amor de Swann y Nombres
de tierras: el nombre. Todas ellas están escritas en primera persona del
singular, tanto como testimonio de tiempos idos como de evocación.
Combray
Este comienzo hace alusión al lugar
de descanso veraniego de un relator enfermizo –suponemos el propio Proust-,
quien contaba con pocos años a finales del siglo XIX. Descendiente de una
acomodada familia francesa, pasaba sus vacaciones escolares allí, junto a tías
y demás parientes, en busca de mejores aires que el de París de la época. En
ella, Proust repasa todo un manojo de recuerdos de infancia que, al crecer,
fueron quedando atrás y que rememora, desde la sensación de mojar una magdalena
en el té –párrafo tan célebre como trillado- hasta lo que puede encontrarse en
los alrededores, o la descripción detallada de los sentimientos que vinculan a
los miembros de su entorno.
En este sentido, el autor hace gala
de múltiples recursos estilísticos para dotar a sus descripciones de pinceladas
que conjugan una sabia exposición de los pormenores con una minuciosa
observación de lo que lo rodea, cualquiera sea su objeto, geografía o seres
humanos.
Un padre apegado a normas, una madre
más contemplativa pero sumisa y un puñado de personajes secundarios, nos
ofrecen un retrato de una típica familia de la clase alta francesa finisecular,
donde el hijo es un poco menos elemento que se debate entre ser algo más que un
estorbo o encarnar lo inoportuno.
Un amor de Swann
Considero a ésta la parte más
sustanciosa, donde Proust pone la mirada en la sociedad de aquel tiempo.
Charles Swann, un joven conocido de todos, que pugna por figurar en los
‘salones’ de la alta sociedad, es el centro del relato y se vuelve protagonista.
Arribista, sin sólida formación pero con excelentes modales, buen gusto y
gestos de cortesía y urbanidad, va forjando su futuro haciéndose un lugar en
medio de la burguesía parisina y los círculos que ésta suele frecuentar.
Con la aparición de Odette de Crecy,
una lánguida y esbelta mujer de la que Swann queda prendado, se inicia toda una
serie de descripciones y reflexiones sobre la naturaleza del amor –real o
fingido- y el análisis de sus implicancias en el corazón del enamorado. Así, la
gama de sentimientos encontrados, los juegos de seducción, el rol de las
mentiras, el sexo y los celos en la relación que se está gestando se combina
con las acciones del entorno social –que aprueba o no ese vínculo- y los
efectos a distancia que pueden ser capaces de provocar. Si el lector recorre
todas las líneas de esta parte, encontrará un manual de sensaciones por las que
todo el mundo –quien más, quien menos; más tarde o más temprano- ha pasado en
algún momento de su vida.
Nombres de tierras: el nombre
Es la más breve, aunque no la menos
importante. Si bien Swann y Odette vuelven a ser el centro de atención, ahora
ha pasado algún tiempo y Proust nos cuenta qué ha sido de ellos. Acompaña a
este segmento el abandono de la infancia del relator y su entrada en la adolescencia,
la iniciación sexual y el descubrimiento del amor. Un amor, por lo demás,
prístino e ideal, con grandes cuotas de inocencia y pureza, con quien es la
descendiente directa de Swann y Odette.
Así planteado, el libro deja abierta
una consecución para los acontecimientos venideros, seguramente presente en el
volumen siguiente.
Análisis y conclusiones
El libro es denso. Sus oraciones
–con multitud de subordinadas, que repiten y amplían los conceptos o las
imágenes- se vuelven difíciles de atravesar, por lo que requiere un gran
esfuerzo de concentración –imposible de leer en lugares donde el bullicio pueda
dispersar la lectura-.
Además, todo el texto parece un
ejercicio de aquello que Henry James ha definido como flujo de conciencia, en el cual el escritor expone no sólo los
hechos sino que los acompaña con su propia interpretación, como si nos hiciera
conocer qué piensa él de cada personaje en cada momento. A esto debería
agregársele un importante desarrollo del monólogo
interior, ese recurso tan propio de los textos de Schnitzler.
Finalmente, su lectura pone de
relieve nuestra manera de hacer experiencia; es decir, la importancia de los
sentidos a la hora de evocar, rememorar; la idealización de un pasado feliz –que bien pudo no serlo, pero al
que el tiempo otorga el beneficio de posibles comparaciones con el presente- y
la nostalgia –con cierto dejo melancólico- de aquello que fue y que ya no puede
ser. Es por eso que el conjunto adquiere un carácter universal, en el que
cualquier lector, más allá de su propia historia, puede reconocerse.
Párrafo aparte merece la traducción,
efectuada por Estela Canto –escritora-. No sólo se apega a las líneas del autor
francés, sino que se ha tomado la molestia de encontrar los términos adecuados
a los giros expresados en el idioma original, con lo que se embellece el texto
sin perder identidad ni transformarlo en algo irreconocible. Puede que, por
momentos, resulte algo lírico, poético; pero suma fluidez. Un gran libro, sin
ninguna duda.