Nunca dudo en hacerme de un
ejemplar de cualquier publicación salida de la pluma del autor. No es solamente
su estilo literario el que me seduce y convoca, sino esas historias mínimas, tomadas
de personajes desconocidos –como cualquiera de nosotros-, que tejen una trama
para exponer sentires y llamar a la introspección personal. Este breve trabajo
se inscribe entre ellas.
II.
El reverendo Cheney, es pastor, músico y
amante de la naturaleza. Junto a su joven esposa, se hace cargo de la iglesia
de una aldea, y de sus oficios. Mientras él se reparte entre las tareas de la
casa y la preparación de su sermón, ella cultiva flores en un parterre que
linda con un estanque. Así, cada uno posee un dominio que le es propio. Al año
de llegar a la parroquia, ella dará a luz a una niña y fallecerá en el mismo
acto.
III.
Una vez alcanzada la adultez de
la hija, el padre le solicita algo inusual: que se marche. En parte, porque la
joven se ha vuelto un calco de su madre y no puede soportar vivir con la imagen
de su esposa en la de su hija. Por otro, porque la culpa de ser la responsable
de haber perdido su gran amor. A partir de allí, los caminos se bifurcan. La
joven, que se gana la vida dando clases de violonchelo, se radica en una
ciudad, mientras que su padre decide anotar y escribir los sonidos de la
naturaleza, desde el canto de los pájaros hasta una canilla que gotea. A la
muerte de éste, será la hija quien se ocupe de intentar publicar sus curiosos escritos
musicales.
IV.
El texto transita dos géneros tan
complementarios como el teatro y la poesía. De hecho, Quignard ofrece un
escenario dividido en dos –una parte iluminada; la otra en sombras- donde tiene
lugar la tragedia entre padre e hija, con un Recitador que oficia de voz en off. Es esa puesta teatral, unida
a la prosa poética que utiliza para describir los detalles del vínculo entre
tres seres –dos vivos y una muerta, siempre presentes- la que brinda una
propuesta original sin par.
V.
Con diálogos bien construidos, escenas conmovedoras y un cúmulo de reflexiones acerca del amor y del dolor que genera la ausencia, cada personaje intenta habitar la pérdida a su manera. En una suerte de prefacio, el propio autor explica la génesis de esta narración, casi como tributo a otra historia semejante, escrita un cuarto de siglo antes, que se conoció como Todas las mañanas del mundo. En suma, una obra breve que, al igual que muchas de las letras de Quignard, deja material para meditar. No solo se presta para leer, sino también para releer. Más que interesante.
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